DRAMA

EL ÚLTIMO EXPERIMENTO

"La predilecta de Baco", así es como Albert Lehmann denominaba al vino, bebida que siempre permanecía entre sus manos, servida en una copa ya desgastada por el uso. Siempre intentaba, por todos los medios, permanecer ebrio, pues era la mejor manera de acallar el infierno del exterior. Gritos agónicos, silbidos de balas, explosiones... Una cruenta orquesta dirigida por los que tenían el poder. "¿Qué hemos hecho?", se preguntaba una y otra vez, sentado en el escritorio situado en el rincón más alejado de su sótano. "¿Cómo hemos llegado a esto?".

Un trago de vino tras otro, una catarata de lágrimas que formaban ríos de desesperación en su envejecido rostro. Sacó un cigarrillo de la cajetilla que guardaba en el bolsillo de su camisa, lo encendió y expiró el humo, el cual formó pequeñas formas abstractas mientras ascendía hacia el techo.

"La ambición y el miedo a perder el poder... eso es lo que pierde a la raza humana. Pensamos que somos los reyes de todo, pero, en realidad, solo somos un virus destinado a destruir todo lo que nos rodea y, también, a nosotros mismos". Lehmann no podía dejar de pensar en todos los errores que se cometieron años atrás, errores que provocaron la fragmentación del mundo, llevando a los líderes de las distintas naciones a declararse la guerra. "Niños jugando a ser dioses". En realidad, el anciano ya no recordaba el motivo por el que estalló aquel infierno, pues habían pasado como diez años. Diez años de guerra, diez años destruyendo nuestro hogar, bueno, mejor dicho, rematándolo. "Primero lo contaminamos y, luego, le clavamos la estaca".

El Sr. Lehmann, aun con lágrimas en los ojos, encendió un pequeño portátil, sabía que debía ser rápido, pues su señal podía ser rastreada en cuestión de segundos. Suspiró mientras empuñaba la copa de vino en su mano derecha y el cigarro entre los dedos de la opuesta. Podía ver su propio rostro moverse en la pantalla y, justo en la base de esta, el botón para iniciar la grabación. "Vamos allá", se dijo.

  • Saludos amigos míos, soy Lehmann - se presentó el anciano con un fuerte acento alemán-. Quizá ya no me reconozcáis... han pasado como quince años desde que iniciasteis vuestro viaje. Ahora cuento con setenta y cinco años, muy mal llevados diría yo. He perdido peso, me he dado a la bebida... pero es lo que tiene la guerra. Si, como lo oís... cinco años después de que partierais estalló una guerra mundial, y aún seguimos sumidos en ella. El ser humano ha fracasado, ha destruido su raciocinio, a quemado su moral, su ética y ha sentenciado a muerte a todo el planeta. Solo es cuestión de poco tiempo que La Tierra se convierta en un segundo Marte, en un planeta desolado e inhóspito.

Lehmann paró de hablar para dar un buen trago y fumarse lo que quedaba del cigarro. Podía escucharse el sonido de innumerables armas en el exterior.

  • ¿Lo escucháis? - continuó, le brotaban lágrimas de los ojos -. Es el sonido de la muerte, de la locura pertrechada por aquellos que no quisieron liberar su mente. Bueno... al grano. Hace veinte años creé la Fundación Apolo, una organización para sacar lo mejor de nosotros mismos, la Fundación Apolo debía unir a las naciones, desde la más rica hasta la más pobre, en un objetivo común. Pero creo que me equivoqué, la unión es una utopía, un sueño inalcanzable... Vosotros sois los únicos que podéis cambiar el curso de la historia, de nuestra historia, no cometáis el error de revivir el pasado, seguid unidos. El ser humano es el único animal que tropieza diez veces con la misma piedra, no seáis vosotros la undécima, debéis ser mejores... Construimos la Neptuno para alcanzar destinos inalcanzables o, al menos, eso quiero creer... y uno de esos destinos es que alcancéis esa moralidad que aquí hemos quebrado a golpes de martillo. Bueno, creo que ya está todo lo que tenía que deciros... - miró su reloj, el cual también indicaba el día, el mes y el año -. Según mis cálculos, ahora debéis esta más allá de la órbita de Plutón. Si es así, os envidio... me arrepiento por no haber ido con vosotros, pero bueno... Suerte queridos amigos, encontrad un mundo mejor, encontraros a vosotros mismos, no caigáis en las garras de la destrucción, pues estas ya han sentenciado nuestro hogar. Fin del comunicado.

"Buena suerte, amigos, alcanzad horizontes lejanos". Eso es lo último que Lehmann dijo a los tripulantes de la Neptuno antes de que iniciaran su viaje hacia las fronteras inexploradas del universo.

Una vez mandó el mensaje, se quedó pensativo mientras terminaba su copa. Echó una mirada a la botella, estaba vacía... Se levantó y arrojó la copa hacia la pared con todas sus fuerzas. Profirió un potente grito seguido por un sollozo que provocó un desgarrador llanto.

  • ¿Por qué? ¿Por qué vivir cuando el mundo ya ha muerto?

La desesperación y la impotencia pudieron con él. De pronto, su cabeza se puso en funcionamiento. Un haz de luz atravesó su mente, una idea fugaz que hizo que sopesara una posible escapatoria.

Se secó las lágrimas y se peinó, de una manera rudimentaria, su plateado pelo. Se abrochó el primer botón de la camisa y se enfundó en la americana que colgaba del respaldo de la silla.

  • Señoras y señores - dijo en voz alta hacia un público inexistente -. Mi nombre es Albert Lehmann, licenciado en astrofísica y matemáticas por la Universidad de Oxford. Estoy aquí para presentarles un último estudio, un estudio que no será documentado, que no será registrado. Un estudio que solo podré experimentarlo yo. Aquí, en mi Alemania natal, el sitio en el que nací, el lugar donde di mis primeros pasos. Esta tierra será la principal espectadora de este experimento.

Escalón tras escalón, suspiro tras suspiro, salió de su escondite. Abrió la puerta del sótano para salir al infierno. Observó que toda su casa estaba en ruinas, así como todas las demás que flanqueaban la larga calle, ahora cubierta por fuego y decenas de cadáveres frescos.

  • ¿Hay vida detrás de la muerte? - preguntó Lehmann, prosiguiendo con su monólogo -. Con esta pregunta abro este estudio. Sé que esta es una cuestión que puede dar mucho de qué hablar, además, que nunca se ha sabido responder. Hay multitud de interpretaciones. Algunos creen en la reencarnación y, por consiguiente, que los seres vivos tenemos un alma que se desprende de nuestro cuerpo para acabar en otro. Otros piensan que simplemente morimos y ya está, para mí, eso es un final demasiado desolador, algo comparable a lo que estoy viendo ahora, en estos campos regados por la sangre de inocentes; es algo que no estoy dispuesto a creer. Otros piensan que nos vamos a un lugar mejor, una especie de paraíso; o a un infierno, esto último no debe ser posible, ya que estoy en uno en estos instantes.

Paró de hablar al escuchar una ráfaga de disparos a varios metros de él. No hizo mucho caso a este hecho. Echó su mirada hacia el horizonte. El sol luchaba por sobreponerse a las nubes ennegrecidas, motivo del humo producido por las continuas explosiones. Prosiguió su camino, omitiendo el ensordecedor sonido de una alarma que producía un eco entre las ruinosas calles en llamas, acallando llantos desesperados de familias perseguidas por la parca. Ignoró completamente al escuadrón de soldados que se retiraban apresuradamente hacia un destino incierto para él.

  • He aquí que vemos al rojo sol del atardecer, quizá sea él quien me acompañe en este viaje. El comienzo de este experimento final ha sido dado por ese sonido similar a las trompetas del juicio final. ¿Qué hay más allá? Quizá no haya nada, quizá algunos tengan razón y el final sea solo eso, una eterna y fría oscuridad irracional. O, quizá, mi alma se eleve hacia las estrellas, allí donde ahora navegan mis queridos amigos. Lo averiguaré pronto.

Varios minutos después, Albert Lehmann alcanzó el final de la calle, internándose en un extenso y yermo valle cubierto de cenizas. Cenizas que revoloteaban por el aire cargado de un olor putrefacto.

  • Ahora sí, señoras y señores ¿Hay un final? Sus preguntas se resolverán en un momento. Soy Albert Lehmann, y este es mi último estudio, mi último viaje.

Se giró hacia la ciudad en ruinas y observó como un enorme artefacto descendía desde el cielo, atravesando las negras nubes y el humo. De pronto, todo se ralentizó. Podía sentir el viento en su arrugada piel, el latir de su corazón bombeando por última vez la sangre de su cuerpo, sus pulmones haciendo el agotador trabajo de filtrar las impurezas que volaban libremente en el aire... No podía percibir ningún sonido. Sus cansados ojos observaban el descenso de aquel artefacto, el cual su mente catalogó como la llave de la puerta hacia la muerte.

De pronto, un resplandor anegó los alrededores. Era una luz blanca con pequeños matices anaranjados. Solo fue aquel resplandor, seguido por la última expiración de sus pulmones. Un cegador destello y, acto seguido, oscuridad..

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